A medida que se acerca la Navidad comienza a aflorar la melancolía, que es un sentimiento que piensa, y a la memoria le da por dispararse hacia los nidos de antaño, aunque no haya pájaros ya. Pensamos en algunas flaquezas, en tristezas emboscadas, también en las alegrías, y nos damos cuenta de que apenas somos una brizna, un parpadeo. Es que el hombre es la criatura más fuerte y la hierba más débil.
Mientras las agujas caminan hacia la medianoche, empezamos a mirar en nosotros y a mirar en los otros. Procuramos sentirnos mejores, nos atrevemos a peinar nuevos sueños y alentar verosímiles esperanzas. Con una mochila abierta por corazón, dejamos un beso en mejillas queridas, para recibir idéntica ofrenda.
La Navidad es nacimiento, y todo nacimiento es motivo de alegría porque da cabida a la vida y a su hermana gemela, la esperanza. La Navidad no es una fiesta privada, pues de ser así sería demasiado terrible. Nos atañe a todos porque Dios no puso límites. Sólo hay un espectáculo tan triste como un ángel sin Dios, y es el del hombre que no confía en el hombre. Eso habla de la soledad del alma. Todo esto, entonces, nos anima a mirar a lo lejos, procurando retemplar el corazón, a pesar de los pesares que hubiere. Nos acerca más a los seres que amamos, para que juntos podamos tratar de que no se nos escape una sola migaja de felicidad. Y nos ayuda a escuchar voces que dejamos de oír. Y sabemos que estamos vivos y que en nosotros -y por nosotros- continúa vivo cuanto estuvo vivo.
Dejemos que el alma suba hasta la superficie. Y así podremos sentirnos fraternos, cerca del arbolito navideño o el pobre pesebre tan pobre como aquél. Demos gracias, con ilusiones renovadas, y cuando escuchemos a un ruiseñor anunciando el nacimiento, levantemos la copa y brindemos, como en la primera Nochebuena, por todos los hombres de buena voluntad.
¡Feliz Navidad!
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