August 30, 2013 Gustavo Carriquiry
Cuando niño pasaba mucho tiempo en el campo, creo que hasta los 15 años falté pocos fines de semanas y también mucho tiempo de mis vacaciones los pase allí.
Allí, frente al galpón había una gran anacahuita, similar a esta:
Allí, frente al galpón había una gran anacahuita, similar a esta:
Aquel árbol era especial. En los veranos, las chicharras comenzaban a cantar temprano presagiando que la sombra reparadora de aquella anacahuita nos iba a proteger del abrasador calor del mediodía. Soportaba el otoño por ser perenne, como preparándose para el invierno. Cuando este llegaba su copa nos protegía de las heladas aislándonos reparándonos del frío rocío y cortando el gélido viento. En primavera florecía y su olor se esparcía por todo el patio llegando hasta el fondo del galpón donde se mezclaba con el cuero, lana, grasa y el conjunto componía un aroma especial, irreproducible.
También era un lugar ideal para ensillar, atar los caballos y tomar “el del estribo” antes de salir a la tarea. Allí nos despedía silenciosa, con sus miles y pequeñas hojas formando olas cuando el viento las acariciaba.
Era el lugar del recreo donde montábamos sus ramas, cortábamos ramitas para inventar una espada, torear a los perros o simplemente hacer dibujos en la tierra del patio. También soportaba callada nuestros violentos embates a palazos y rebencazos cuando nos defendíamos de algún enemigo imaginario que se escondía en su tronco.
Al reparo de aquella anacahuita se armaban ruedas de mate donde se mezclaban desde las más increíbles anécdotas, especialmente adobabas para los menores presentes que escuchábamos atentos e incrédulos tratando de separar la verdad de la fantasía, hasta la planificación de las tareas, pasando por el pronóstico del tiempo que alguien hacía acariciando su dolorida rodilla que años antes había sufrido una quebradura y que a partir de ahí certeramente pronosticaba la lluvia.
Era un lugar de planificación, en un contexto donde la naturaleza mandaba y nada era muy planificable, sociabilización, en un lugar donde los seres humanos éramos no más de 8 o 9, de gente dura y de pocas palabras, era un lugar de paz luego de tareas muchas veces violentas. De algún modo era un paréntesis reparador, algo extraño y disfrutable.
Una noche una fuerte tormenta golpeó la zona y a su paso arrancó la anacahuita de cuajo. Sus raíces quedaron expuestas al sol con colgajos de terrones y un pedazo de alambrado que arrancó al caer. Sus hojas seguían intactas, parecía que se iba a levantar en cualquier momento, pero ahí quedó y los trozadores hicieron el resto, nada quedó salvo la parte inferior junto con las raíces expuestas que con el tiempo formaron un montículo que se cubrió de pasto.
Pensamos que aquel era el fin de la anacahuita. Pero, tiempo después, la sigo recordando. Ella, en parte, me enseñó que lo cortés no quita lo valiente, me enseñó a reconocer el engaño llevándome de niño crédulo a adolescente capaz de discernir, a que toda diferencia se puede superar cuando se mira a los ojos, se abren los oídos y se cierra la boca, a que la vida se trata de compartir generosamente, escuchar empáticamente, que disfrutar lo sencillo es parte de la vida y que, por más grueso que sea el tronco, más profundas las raíces y más perennes las hojas, todos estamos de paso por aquí y lo que importa es cómo lo hacemos y lo que legamos.
En fin, me enseñó tantas cosas que de algún modo vive en mi, reconozco su aroma en cada anacahuita y me despierta una sonrisa, cierta sensación de paz y sosiego difícil de describir.
Gracias a todas las anacahuitas que se han cruzado en mi vida, a aquellas que siguen en pie, a aquellas que alguna tormenta las arrasó y desde algún lugar nos dan su sombra y escucha. Gracias.
Dedicado a mi amigo Gabriel “masternet” Icasuriaga (www.masternet.uy), una anacahuita para todos quienes lo conocimos.
¡ Gracias Gustavo !
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por participar. Deje su comentario a continuación.