Hace 50 años, mi padre me despertó abruptamente.
"¡Despertate!" -me dijo- "¡vas a ver algo histórico!"
Hacía frío, la casa estaba a oscuras. Me abrigó con una manta y me llevó al comedor, donde la vieja televisión Geloso, reciente orgullo de la familia, relampagueaba tímidamente.
Mi madre tenía en sus brazos a mi hermana, que miraba todo extrañada. Era un momento especial.
La imagen no era clara. El sonido apenas se escuchaba, papá estaba emocionado, y su entusiasmo nos contagiaba. Había reunido a la familia para presenciar juntos un momento que consideraba histórico, único, irrepetible. Un logro de la humanidad, una puerta hacia un futuro mejor. Lejos, muy lejos, un señor vestido de blanco bajaba una escalera.
"¿Ves?" -me dijo papá mostrando la luna, que asomaba por la ventana de la cocina-
"¡ese señor está allá, y lo estás viendo!"
Me pareció extraño ver tan cerca algo que estaba tan lejos, pero ya mi abuelo me contaba de las maravillas que podía lograr la ciencia. Y en la pantalla, lentamente, el señor seguía bajando la escalera. Parecía que dudaba, que un enorme peso hacía lentos sus movimientos.
La emoción crecía. Nos esperó antes de dar su último paso. Y entonces, cuando todos estuvimos prontos, lo hizo. Bajó. Se posó sobre la luna. Aquel pequeño ser, en la inmensidad del espacio, había logrado lo imposible. Y todos nos sentimos parte.
50 años después, no soy astronauta, preciso lentes para ver la luna y nunca abandoné este planeta. Pero el inmenso esfuerzo de más de 400.000 personas para poner aquel hombre sobre nuestro satélite guió mis pasos. La convicción de que, con estudio, dedicación y trabajo podemos lograr lo imposible fue su eterno legado. Me hizo mirar siempre más lejos y más alto, apuntando a las estrellas. Y me siento dichoso de haberlo presenciado gracias a mi padre, que me despertó en el momento adecuado.